viernes, 28 de febrero de 2014

Con cariño desde el puerto


Mi nombre es Julián, Julián pronunciado con acento francés, tengo 86 años, hijo de Ibiza y ahora si me lo permiten voy a contar mi historia.

Mi padre se llamaba Nicolás, Nico en adelante, de familia artesana y humilde, natural del empedrado de las calles del centro de Ibiza, no conocía otro oficio que el de hacer bolsos playeros al mimbre y menorquinas de piel. Llamaba la atención lo alto y delgado de su tronco, era un fideo de pelo castaño y ojos azul.

Nunca tuvo grandes ambiciones, era feliz tejiendo bolsos y cenando a las puestas de sol, que bajaba a San Antonio Abad en bicicleta. Durante los años 60 mi padre vio como de la noche a la mañana, de ser los 4  gatos de siempre, Eivissa comenzaba a ser un collage de gente lo más variopinta. Llegaban los niños ricos hijos de Europa y papá supo ver que había negocio haciendo de taxi clandestino, enfundado en su gorra y  un 600 prestado, allí se plantó en el aeropuerto de Ibiza.

Su idea de hacerse millonario se desvaneció en el momento en que una cabellera rubia de ojos cristalinos, le dijo “Salut, quiero Santa Eulalia del rio” .Es lo que tiene ser vecino de Santa Eulalia, que aparte de conocerla como la palma de la mano, hablas francés, inglés y chapurreas el Alemán.  Ella era una parisina de 18 años, llamada Charlotte, de delgada delicadeza, de collares de flores, falda larga y camiseta sin sujetador. Mi padre me ha contado aquel trayecto en coche cientos de veces y siempre con la misma estampa risueña en su rostro. Ella no dejaba de parlotear, sacar la cabeza, el cuerpo por la ventana, gritando que viva Ibiza y algo del flower power. Bien tras una abrupta carretera bajamos al puerto, de aquellas había pocos amarres, no el embotellamiento de hoy, bien bajo del coche y como si nunca hubiera visto el mar, allí mismo al lado del velero “Zafiro” se lanzó al agua. A mi padre no le dio tiempo ni poner en seguro las llaves, se lanzó del mismo modo al agua, al lado de Zafiro y Charlotte.

Pasaron el día recorriendo el pueblo, visitando el rio que hace famoso a Santa Eulalia, de la mano por el espigón, comiendo marisco y arroz en su punto de cocción.

Mi padre no dejo el mimbre, pero si compro una pequeña casa en frente del puerto y sí claro, mi madre es Charlotte, ella pintaba, cantaba, bailaba, ella simplemente se dejaba llevar. Pasaron los años, las fiestas, Somiert Lounge, Pacha Ibiza, El Divino, con el pelo largo y lo justo de ropa, pero eso sí, la pureza de Ibiza estaba grabada en lo blanco de sus vestidos, a mi padre ya le daba igual, que si falda, pareo, o pantalón, eran lo más, eran  hippies.

Cinco años más tarde llegué, Julián de pelo amarillo y muy revoltoso. Mi padre decía que era como ella pero en chico. Al tercer año de mi vida, un cáncer arranco el amarre más bonito de Santa Eulalia, se llevó a mi madre. ¿Saben que hizo mi padre? Siempre le hacía fotos y más fotos y a ella le encantaba posar para él, lleno los 45 metros cuadrados donde vivíamos, de fotos de ella, de sus cuadros, sus caricaturas, hasta colgó sus collares y vestidos. Decía que Santa Eulalia le había dado lo mejor de su vida y había que devolver a Santa Eulalia aquel regalo.

Mi padre me crio exactamente igual, entre pareos y camisas desabrochadas. Desde muy pequeño me fascinaba pasarme horas y horas en el puerto, junto al espigón contaba amarres y coleccionaba nombre de yates Verónica, Cloe, Silvia sino tenía nombre de chica, aquellos navíos un mal día se irían a pique.

Cuando alcance la edad para trabajar que fue muy pronto, cambie el mimbre por la gorra de capitán, no se confundan tan solo era el chavalito que valía para todo. Tan pronto hacía de mozo como que me enrolaba 20 días navegando por las Pitiusas y que lindura el azul cristalino, de lo saladita que estaba siempre la mar en Ibiza.

En uno de esos viajes, me sentí como papa en el aeropuerto, iba de ayudante de barco de un terrateniente extremeño. Subía maletas y maletas, hasta un perro y en una de esas subidas levante la cabeza, y me preguntaron mi nombre y extendieron la mano. Me atasqué hasta que pude decir Julián con acento francés, ella sonrió y pronuncio mi nombre con la justa entonación que hay que darle, fue entonces cuando se me escapo el perro y al agua que fue, yo detrás, casi me cuesta el despido. Aquel día fue la primera vez que la vi.

Bien salimos del puerto y navegamos durante dos semanas, soy ibicenco y se  dónde  quedan los secretos de mi isla, Atlantis, Es Portitxol, Na Coloms, ¿así como no te vas a enamorar? Belén se llamaba la hija del patrón, pelo negro azabache y ojos a juego.  Era como Charoltte pero en versión de la tierra. No me hacía ningún caso, lógico era un mozo y ella una niña de bien, que hablaba tres idiomas. Como es normal, le pedí salir el último día de vuelta a casa, amarrando barco, se rio y me dijo, el día que tengas yate, vuélvemelo a pedir.

Desde aquel verano pasaba horas y horas en el puerto de Santa Eulalia, contando amarres, barcos, veleros, yates, palmeras, me sabía todos los rincones de aquel puerto y estrujaba mi cabeza amarilla en busca de una idea, que me hiciera con un barco para Belén. ¿Y qué piensan, lo logré? Pues de la idea más tonta lo conseguí, soy ibicenco y la pureza de mi espíritu la extremo y odiaba ir a la playa y llenar todos mis rincones de arena, entonces comencé a fabricar hamacas de mimbre, como pinchaban y daban mucho trabajo las cambie por telas y las alquilaba al lado del puerto. Empecé con 20 y en menos de un verano ya llevaba el alquiler de hamacas desde Cala Martina hasta Cala Llonga. Les añadí toldos e hizo furor, tenía toldos y hamacas, por todo el mediterráneo Ibicenco. Mi padre se resistió a vivir en una casa más grande, el no abandono nunca las fotos de mi madre y no entendía porque quise hacer tanto dinero. Pero lo que él nunca supo es que mi dinero era casualidad, producto del amor, del mismo amor del puerto de Santa Eulalia que el vivió una vez.

Bien Belén estuvo dos veranos seguidos sin volver a puerto, pero un buen día lo hizo, ya había visto “El Pipo II”  me tire un día entero sentado, esperando a ver si bajaba, parecía estar anclado ahí. Y como si de cuento se tratara bajo antes del atardecer, sonrió como siempre y saludo con la mano, Julián tenía un perfecto francés. Le robe un segundo y caminamos 30 pasos, le volví hacer la misma pregunta ¿Quieres salir conmigo? La carcajada de ella aun la recuerdo, le indique una lanchita pequeña, le dije que era mía y que ella me dijo que el día que tuviera barco, saldría conmigo. Para mi sorpresa dijo  que sí,  que no necesitaba ningún barco, no salía conmigo, porque el terrateniente no miraba con buenos ojos al marinero. Durante aquel verano del 79 ella nunca supo que “Charlotte” era el sexto yate más grande del puerto y que era mío, al fin y al cabo Belén se enamoró de mi pelo rubio, de mis historias de puerto, de mis pareos y camisas de flores y de los que más, de lo que más, de aquellas puestas de sol que cada día el puerto de Santa Eulalia nos regalaba.

lunes, 3 de febrero de 2014

Tal vez.


Estas entre el último y antepenúltimo vagón, es decir el penúltimo por la cola.

Sentada, con la música en tus oídos y aquella mirada no sé,  desafiante. María que sorpresa verte ¿me recuerdas? Pensé en decirte eso, pero fin de la historia con tu abrigo marinero llegaste a tu destino, es verdad aun lo recuerdo tu vivías en Hernán Cortés número 7, pero no espera hay algo que se me olvido decirte.

Último curso de instituto, Mario era aquel chico que parecía como los demás, pero no era como tal. Tenía un gran remolino en el lado izquierdo, que le provocaba una onda perfecta, mientras el resto de su pelo iba por otra parte. Parecía un déspota, un chulo y podía, pero lo que más era, era un tipo especial a los que seguías por el rabillo del ojo, te hablaba, se iba por las ramas, te entretenía te hacia reír y a veces escupía cualquier borderia, pero él no se daba cuenta y tenías que perdonarlo. Tenía una sonrisa azul ¿y que es una sonrisa azul?  Pues de mar,  salada, blanca que te podías ahogar con ella, aunque no quisieras.

Último curso y cuatro menos de diferencia. Mario no era el capitán del equipo de futbol, ni de baloncesto, él se durmió para las pruebas y lo único que le quedo fue el club de ajedrez.  Allí fue, sin distinguir un peón de un alfil y fue cuando se encontró con ella. Dos chicas en una mesa, una preguntaba datos y la otra, la otra hacia garabatos en papel y no hacía caso. ¿Oye tu juegas? María no contesto, ¿que si tú juegas volvió a preguntar? ella dijo que no. Pero si jugaba, María era la rara niña de 14 años, no era muy alta, ni muy guapa, delgada, carecía de cualquier sentido de la vergüenza y tenía un pelo, tiene aún un pelo largo, de esos que necesitas enredar entre tus dedos antes de dormir, oler y hacer ochos..

Pero aquello no era lo que más le gustaba a él, la miraba, la hablaba y él no sabía cómo, pero perdía la noción del tiempo, se perdía en sus pupilas, entre sus gestos, era tal su expresividad que arrancaba su inocencia y parecía una mujer. Quería tocarla pero no estaba seguro de aquella empresa.

Todos los martes había club de ajedrez, María ni siquiera era miembro, no daba la edad, pero se enteró que el de último curso iría y allí estaba. Como siempre enfundada en su aridez externa pero siendo como una pompa de jabón interna. Mario dijo hola, ella lo mismo y ahí termino su palique.

Martes siguiente María fue a la cafetería y  pidió algo de merendar, él se ofreció a pagárselo, pero antes de nada ella lanzo dos monedas a la repisa y se fue. Mario empezó a pensar que tal vez aquella chica, no entendía muy bien el castellano. Ese mismo día el régimen de distancia disminuyó, hasta tal punto que María le hablo a la salida ¿tienes fuego? No y eres muy pequeña para andar con eso en la boca ¿Dónde vives? En Hernán Cortés, vale me pilla de paso te acompaño, dijo él.

Sin saber cómo, el empezó con sus cosas, le conto que Hernán Cortés era un español que colonizó México en el siglo XVI, que colonizar viene de Cristóbal Colon y que el tomate, maíz, aguacate y chocolate lo trajeron de allá. Ella mientras lo miraba, le encantaba y guardaba con disimulo su embelesamiento, claro no quería parecer tonta.

Mario tomo por costumbre acompañarla y siempre le hacia la misma pregunta ¿Dónde vives? Hernán Cortes y empezaba otra vez con aquella historia, ella  resoplaba de la risa. Los dos estiraban, estiraban su conversación cual  goma de mascar, cada día y se lo pasaban el uno al otro, de boca en boca y sin tocarse.

Un mal día, lo digo porque llovía, Mario en su paraguas volvía a casa, ya no venia del club de los prigaos, sino del parque y se la encontró claro, estaba empapada y rehusaba cualquier tipo de ayuda. De verdad eres más tonta, metete debajo y ponte mi sudadera, ¡Que no! Le grito María al tiempo que se agachaba a atarse el cordón. Fue entonces cuando consumaron sus ganas, si María se levantó y el la empujo, la empujo tan fuerte contra él y su boca, que no hubo capacidad de reacción, simplemente excitación. A él le ardía el pecho, el pantalón y ella, le busco las manos, las encontró y las soltó para agarrarle de su cara, de su pelo, los dos querían permanecer allí ensamblados, pues nunca un beso tan encontrado fue tan deseado.

Seguía lloviendo a mares pero eso no fue lo que les separó, alguien empujo fuerte sobre los hombros de Mario y lanzo un puño a su ojo. Mario era un tio espabilado y su ojo no quedo morado. Tras un “cómo te acerques a mi hermana te mato” la fragilidad del momento se reventó. Como cuando estalla una luna y dominado por la luna rota, Mario escupió “no te preocupes primero me voy a tirar a sus amigas, tu hermana para el final” No, mierda ¿Cómo pudiste decir eso? Ella era lo que más bien te hacía, erais dos, pero os habíais vuelto dos estúpidos y torpemente especiales, teníais ese poder el uno para el otro.

Mario apretó la mandíbula, se hizo sangre en el labio pidiendo que ella le mirara, que la rara de 14 años, le soltara “eres un gilipollas” pero no fue así. Se dio la vuelta y hasta hoy, diez años más tarde en el penúltimo vagón de metro, bueno mentira, algo más pasó.

Mario, tonto en sí mismo, pasaba por delante y por detrás de Hernán Cortes, iba a su patio en el recreo, día si y día también, meses y ella le transformo en un cero a la izquierda. Hasta que un día, a través de una valla, a sabiendas de la presencia el uno del otro, María se levantó de las gradas y fue a besar a otro del último curso. Así le pago, como cuando un gitano condena a otro.

El gallo Mario dejo de respirar por unos segundos, pero no le quedó otra que sonreír, sonrió, pero por el lado malo. Quería agarrarla de la mano, sacarla de allí y preguntarle ¿Por qué? ¿Por qué le regalo su indiferencia y le hizo eso? Al tiempo que se crujía los dedos, para estampar al utilizado. Pero no hizo nada de esas cosas, la miro como cuando no ves a nadie y siguió su camino a zancadas y escaleras arriba.

Lo mismo que la última vez juntos, ella cerro los ojos y deseo cualquier barbaridad de Mario, pero ni rastro de las palabras, se deshizo del muchacho y su pompa interior estalló. Todo le lloraba. Y así paso, él se marchó a la universidad y diez años más tarde, el mismo vagón les llevaba, no se sabe a qué destino.

María perdóname, perdona mis palabras, tan solo era un crio imbécil atontado e incluso atormentado por ti, que no quería acostarse con nadie, es más hubiera esperado por ti, todo el tiempo que hubieras querido, porque solo tenía ojos para ti.

Mario lo siento, te veía en todos lados, quería darte un tortazo y dos,  quería abrazarte y decirte que tú eras el único, el único a quien quería encontrar entre mis sabanas, el único que esperaba encontrar bajo mi almohada.

Y hasta aquí puedo contaros, todavía queda una parada para Hernán Cortes.

Tal vez alguno se levante y se quite ese peso de encima, tal vez confiese que aún recuerda el sentir de ese beso, tal vez sea una tontería, tal vez exista un anillo en el dedo de Mario y tú te sientas ridícula, tal vez, tal vez no exista compromiso por ninguna parte, tal vez Mario no dejó de pensar en tu pelo, tal vez María mira a otros y se pierda entre ocasiones fallidas.

Tan solo tú eres dueño de tu tal vez y como te digo aún queda una parada.